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LA DRAMATURGIA DE ROBERTO VIDAL BOLAÑO

Por Afonso Becerra de Becerreá

 

BREVE CONTEXTO HISTÓRICO DE LA CULTURA Y LA LENGUA GALLEGAS

La cultura y la lengua gallegas hunden sus raíces en el Reino de Galiza, que existió desde el siglo VIII hasta el siglo XI. Después de una serie de avatares sucesorios y políticos, Galicia quedó anexionada a lo que hoy conocemos como España, bajo un poder centralizador que la fue españolizando, minorizando y acomplejando.

De aquel Reino de Galiza se escindió el Condado Portucalense que, con Afonso Henriques, en la batalla de Ouriques, en el año 1139, se convierte en el Reino de Portugal. Así la lengua gallega en el Reino de Portugal pasa a denominarse portugués. Mientras, su madre, la lengua gallega comienza a ser sometida al castellano, censurada y prohibida.

En gallego original tenemos una amplia y rica producción lírica medieval. Después vinieron los “Séculos Escuros” (Siglos Oscuros) para la cultura y la lengua gallegas, hasta el “Rexurdimento” (Renacimiento) con la publicación el 17 de mayo de 1863 del libro titulado CANTARES GALLEGOS de Rosalía de Castro, del que se cumple su 150 aniversario en este año 2013.

En 1963 la REAL ACADEMIA GALEGA señala el 17 de mayo como DÍA DAS LETRAS GALEGAS y cada año se dedica a un escritor o a una escritora, cuya figura y obra merezca ser recuperada, estudiada y ensalzada. En aquel año de 1963 se iniciaba tal efeméride en honra de la madre de las letras gallegas: Rosalía de Castro (1837-1885).

A lo largo de estos 50 años de celebraciones anuales, el Día das Letras Galegas ha merecido convertirse en una fecha festiva dentro del calendario laboral de Galicia. Entre ese medio centenar de figuras homenajeadas han tenido cabida algunos dramaturgos significados mayoritariamente dentro del sistema literario, pero también del teatral, como fue el caso de Alfonso Daniel Rodríguez Castelao (1964), Antón Villar Ponte (1977), Ramón Otero Pedrayo (1988), Álvaro Cunqueiro (1991), Eduardo Blanco Amor (1993), Luís Seoane (1994), Rafael Dieste (1995), Manuel Lugrís Freire (2006) y Roberto Vidal Bolaño (2013), por citar a los más relevantes en cuanto a sus obras de literatura dramática.

LA DRAMATURGIA DE ROBERTO VIDAL BOLAÑO

Aunque en Galicia no tengamos un Estado propio o unas instituciones que promuevan la internacionalización de nuestros valores culturales y artísticos, Roberto Vidal Bolaño (1950-2002) merece ser conocido fuera de nuestras fronteras.

La dramaturgia de Roberto Vidal Bolaño se caracteriza, fundamentalmente, en lo que atañe a la ingeniería dramática, por una composición ceñida al modelo clásico en su actualización realista, con variaciones y múltiples recursos narrativos comunes al guión cinematográfico. El análisis crítico que insiere en sus obras proviene, en muchos casos, de la revisión en analepsis directas (flashback), que generan unas estructuras de secuencias de sucesos breves. Con la fragmentariedad espacio-temporal de esos saltos analépticos retrospectivos consigue, así mismo, la ruptura de una ilusión de realidad continua o de un baño emocional sentimentaloide y nos lleva hacia el análisis crítico y hacia el pensamiento emocionado en historias tan impactantes como la de RASTROS (1998).

El propio título RASTROS indica ese seguimiento que vamos a hacer de las huellas y recuerdos que nos constituyen. En esta obra se activa un proceso de investigación y análisis de los orígenes de la quiebra de los sueños y de los ideales de un grupo de jóvenes que, con el paso de los años, se enfrentan al intento de suicidio de una amiga de toda la vida. ¿Dónde residen las causas de la frustración humana? ¿Hasta qué punto los errores cometidos pueden generar un conflicto que nos haga crecer y mejorar o, al contrario, hundirnos? Estas son algunas de las grandes cuestiones de la dramaturgia occidental desde sus orígenes en la tragedia griega, que se encienden con pasión en la médula de la dramaturgia de Vidal Bolaño, como muy bien testimonia RASTROS.

Tras el “drama” y la individualización de los personajes, que ya se adivinaba en Sófocles y en Eurípides y que brotó con fuerza desmedida en Shakespeare, para acabar de particularizarse con el advenimiento de una burguesía tras la Revolución Industrial, y con el nacimiento del cine y los dramaturgos que también fueron guionistas, o cuya obra estuvo muy próxima al realismo fotográfico del cine, como Bertolt Brecht, Tennessee Williams o Arthur Miller, tras ese drama sigue a sobrevolar la dramaturgia de Vidal Bolaño un tono de tragedia.

Ese tono de tragedia alienta en la mayor parte de la obra de Vidal Bolaño, además de RASTROS, en COCHOS (1992), DÍAS SEN GLORIA (1992), SAXO TENOR (1993), DOENTES (1998), MAR REVOLTO (2001) y AS ACTAS ESCURAS (2005). El tono trágico, no exento de contrapuntos cómicos, vence el mecanismo de relojería dramático que se basa en los engranajes de la lógica causal, de la previsibilidad, de la bien sopesada gestión de las expectativas, con las que mantiene magistralmente la intriga, y se asienta en aquella máxima de Borges de que no existe la casualidad. La casualidad no es más que una causalidad desconocida.

Vidal Bolaño hace una inspección, a través de la dramaturgia, en la causalidad desconocida para revelárnosla en una catarsis que, sin dejar de ser aristotélica, es política, transgresora, y sin una moralidad pacata, sino más bien hondamente ética y humanista.

De esa investigación, entre el cine judicial y el policial, surge el proceso que se activa en AS ACTAS ESCURAS alrededor de las manipulaciones del poder eclesiástico. Una revisión del mito del Apostol Santiago y la catedral de Compostela, en la que se cruzan, en cada suceso de la trama, las acciones verbales que esgrimen un abanico implacable de estrategias de la retórica clásica, como artificio de la elocuencia y de la eficacia verbal para alcanzar los objetivos que se persiguen.

Así pues, tenemos una dramaturgia, incluso contando con su obra primera, LAUDAMUCO, SEÑOR DE NINGURES (1977), BAILADELA DA MORTE DITOSA (1992) o AGASALLO DE SOMBRAS (1992), en la que predomina el empleo de mecanismos dramáticos clásicos, de la llamada pièce bien faite, tendentes a los realismos, conciliados con una cierta fragmentariedad de las fábulas o historias, presentadas en tramas de acciones que no respetan la unidad espacio-temporal y que se sirven de múltiples elipsis para alcanzar una síntesis analítica y, a la vez, gozosa.

Vidal Bolaño era un teatrero, un travieso, y no podía limitarse al decoro estricto de la fórmula de la pièce bien faite burguesa. La utilizó, pero quebrantándola con las transgresiones que necesitaba para denunciar las imposturas del presente, ya fuese desde la revisión del pasado, ya desde el momento actual en el que componía su teatro.

En su obra sabe inserir una teoría política contra el poder y contra aquellos que lo ansían, a favor de los desfavorecidos y de los desposeídos. El triunfo de los perdedores. La humanidad que mana a borbollones en las grietas, en las crisis, en los márgenes. Y esto lo juega sin romper la voz objetiva del drama, sin hacer de los personajes títeres del dramaturgo, y lo que aún resulta más difícil: sin concesiones al sentimentalismo cándido, sin crear postales folclóricas, sin maniqueísmo, sino abriendo la caja de Pandora de las contradicciones, mostrando la cara y la cruz y descomponiendo la aleación del metal de la moneda de cambio con la que esta sociedad se paga. No hay buenos ni malos, los hay mejores y peores, pero cada quien tiene sus dobleces, sus luces y sombras.

De otra índole muy distinta es el monólogo posdramático SEN IR MÁIS LONXE (2002), compuesto a la manera de un “cabaret de ultranoite” (adaptación gallega de este género llevada a acabo por la Compañía teatral Chévere), frente al mismísimo Apostol Santiago, para revelar todo aquello que piensa el propio autor. No hay, aquí, la construcción de un “personaje”, entendido desde la perspectiva clásica, sino una dramaturgia para teatro de persona. La persona es el actor, él mismo, provisto de una media máscara: la nariz roja de payaso, que le sirve para amplificar, sin eufemismos, sus pensamientos y reflexiones sobre la actualidad.

La nariz roja de payaso, como dispositivo teatral para la transgresión, junto al sombrero y al cigarro, conforman la imagen icónica de un dramaturgo que supo ser “furia y razón”, desde un compromiso ético, político y artístico que, a juzgar por su obra, cumplió sin concesiones.